martes, 19 de julio de 2011

Enseñar


     Ya he comentado que siempre he sabido distinguir entre los que han sido mis “maestros” y los que fueron mis “profesores”. La verdad es que no tenía “mucha ciencia” el asunto: los primeros trataron de enseñarme a vivir; los segundos únicamente me trasladaron conocimientos. Los profesores trataban de transmitirme aquello que habían aprendido estudiando. Los maestros lo que habían aprendido viviendo sus propias vidas.

     A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad, en muy diversos ámbitos y circunstancias, de ejercer también yo de “enseñante”. No me atrevo a colgarme etiqueta de maestro o profesor porque lo que haya logrado ser deberían decirlo quienes estuvieron conmigo en mis clases o en mis charlas. Es cierto que siempre traté de transmitir lo que sabía pero siempre intenté hacerlo desde mi propia experiencia personal, nunca desde el puro conocimiento.

     Se que en una buena parte de las ocasiones he logrado captar la atención de mi auditorio por las caras de sus integrantes, entre los que siempre he visto “personas” y nunca “alumnos”. He tenido la suerte de ver en la gente que ha asistido a estos encuentros, charlas o clases, personas deseosas de incorporar a su patrimonio más íntimo aquello que fuera aprovechable de lo que les transmitía. Yo mismo he disfrutado mucho más, con diferencia, cuando el tema a tratar me proporcionaba la oportunidad de “darme”. Y por eso siempre he tratado de compartir con ellos lo más valioso que tengo: yo mismo. Por eso he procurado implicarme en el contenido de cada charla.

     Un conocido mío me dijo una vez que, en los proyectos en común, siempre hay que procurar rodearse de gente que se “implique”, pues no basta con aquéllos que solamente “participan”. Para ilustrarme en la distinción entre una actitud y otra me ponía un ejemplo: en un plato de huevos fritos con chorizo, decía, la gallina participa, pero el cerdo se implica.

     A lo largo de nuestras vidas tenemos infinidad de ocasiones de relacionarnos con los demás y podemos hacerlo con diversa intensidad. Generalmente nos limitamos a participar en el devenir de los acontecimientos y, a ser posible, en la proporción que sea estrictamente necesaria. Implicarse, en estos tiempos en que vivimos, es otro cantar pues suele considerarse peligroso, arriesgado, temerario o indiscreto. ¿Cuántas veces hemos visto a un desconocido llorando y hemos osado acercarnos para, simplemente, decirle: “¿puedo ayudarle en algo?”? Generalmente no lo hacemos. Nos da miedo. Seguramente que podemos dar mil razones para no hacerlo. De ordinario diremos que no es asunto nuestro o el consabido “prefiero no meterme en líos”.

     Sin embargo, a lo largo de la historia de la Humanidad han habido personas que no han dudado en acercarse a ese desconocido al que vieron llorando, o lastimado, o deprimido, o enfermo, o abandonado o, simplemente, necesitado para preguntarle: “¿Puedo ayudarle?”. Son gente a las que reconocemos con facilidad y suelen despertar en nosotros un sentimiento de simpatía. Algunos se han llamado Teresa de Calcuta, Francisco de Asís, Juan Bosco, Federico Ozanam, Vicente Ferrer… Pero hay muchos, muchísimos más con nombres desconocidos. Todos ellos son maestros. Maestros que no comparten lo que saben, sino que comparten lo que viven.

     Posiblemente en el fondo de la mayor parte de los seres humanos exista un deseo de emulación de esas personas que no “dicen”, sino que “se dicen”; que no “dan”, sino que “se dan”.

     Yo también quisiera, algún día, ser como uno de ellos. 

No hay comentarios: