miércoles, 19 de octubre de 2011

El valor redentor de la muerte de Jesucristo

José Antonio Pagola

Jesucristo: Catequesis Cristológicas (C.4)

     Jesús ha vivido su muerte en una actitud de obediencia y fidelidad total al Padre y, al mismo tiempo, en una actitud de amor y perdón a los hombres.

     Por eso, su muerte no ha sido una muerte de destrucción y de perdición, una “muerte-ruptura”. La muerte de Jesús ha sido una muerte de reconciliación y de amor. Una muerte que conduce a la resurrección y la vida.

     La muerte, que era la manifestación suprema del pecado y la ruptura entre Dios y el hombre pecador, se ha convertido ahora en la manifestación suprema del amor y la reconciliación entre Dios y los hombres. Vivida por el Hijo de Dios en obediencia total al Padre y en comunión total con los hombres, se ha convertido en fuente de vida para todos nosotros. “Nuestro Salvador Cristo Jesús ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida e inmortalidad” (2 Tm 1, 10).

     A lo largo de los siglos, los cristianos han empleado diversos lenguajes para formular el valor salvador de la muerte de Cristo. Se ha visto la cruz como un rito de sangre que ha apaciguado la ira de Dios, como el sacrificio de la única víctima agradable al Padre, la pena con la que ha sido expiado el castigo infinito merecido por nuestros pecados, el rescate ofrecido por nuestra redención, la reparación necesaria para satisfacer a Dios, etc.

     Es indudable el valor y la verdad que se encierran en estas interpretaciones si son bien entendidas. Sin embargo, nos pueden conducir a deformaciones más o menos graves sobre la muerte de Cristo. Partiendo de estas interpretaciones fácilmente podemos llegar a concebir a Dios como un Señor que exige previamente una reparación y el pago de una deuda para poder luego perdonar al hombre.

     Los primeros creyentes no pensaron así. Ha sido Dios el que por propia iniciativa y movido por un amor totalmente gratuito ha intervenido en la historia humana para salvarnos. La muerte de Jesucristo es el gesto supremo en el que se nos revela el amor reconciliador de Dios a los hombres. “En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo y no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres” (2 Co 5, 10). 




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