jueves, 2 de febrero de 2012

Maestros de vida versus Maestros de Ley


César Augusto, bajo cuyo reinado nació Jesús, pronunció una frase célebre: «Pude hacer esas cosas porque, aunque tenía el mismo poder que mis iguales, tenía más autoridad». Se refería el emperador a una cualidad de las personas basada en el mérito propio.

De Jesús nos dicen los evangelios que quienes le escuchaban “quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad”. Marcos apuntilla: “Y no como los escribas”. Por eso la gente se admiraba, creían en él y le seguían. Hoy vemos cómo la actividad de enseñar fue para Jesús la misión central de su vida pública. Pero la predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se admirara.

Los verdaderos Maestros no son predicadores de filacterias en la frente, ni birretes doctorales. Son fundamentalmente catequistas de lo cotidiano, docentes que enseñan cosas de la vida con su forma de vida. Y que, a quienes les interrogan sobre su magisterio, les pueden simplemente proponer: “Venid y lo veréis”.

Lo suyo son propuestas, jamás imposiciones esculpidas en pétreas Tablas de la Ley ni dogmas fosilizados que, en lugar de alentar vida, producen estados espirituales de coma. Y, por supuesto, nada de dicasterios curiales para la doctrina de la fe y otras herramientas de inculturación poco respetuosas con el libre albedrío de los creyentes.

La religión –mejor, la espiritualidad- no es nunca una manera de pensar sino una forma de vivir. Por eso los Maestros espirituales de Vida, contrariamente a los de Ley, no imponen concepciones monolíticas de la verdad y entienden que no está hecho el hombre para el sábado sino al revés. Por eso insisten constantemente sobre el pluralismo, la idiosincrasia personal y el hecho de que los itinerarios son múltiples y que todos ellos pueden conducir a Roma, La Medina, Jerusalén o Benarés.

El verdadero Maestro –como propone hoy la más pura psicoterapia humanista- no da consignas ni consejos. No puede ni quiere decir “qué hay que pensar” ni “cómo hay que obrar”. Su postura espiritual más profunda es la de remitir a cada uno a su propia libertad, a su conciencia, a su responsabilidad personal evitando casamientos por poderes o hacer creer por delegación.

En última instancia, lo que hacen es, como proponen hoy grandes pensadores, sustituir la cuestión de “la verdad” por la de “la autenticidad”. Jesús, como Buda, como Gandhi y tantos otros, no es un creador de conceptos ni un teórico especulador. Todos ellos son fundamentalmente hombres de palabra y de acción. O quizás mejor, de palabra en acción: predican con el ejemplo. No proponen modelos teológicos sino de imitación de conducta: “exemplum dedit vobis” y “por sus obras les conoceréis”.

Podríamos decir que la verdadera comunicación es la existencial. La que es un reflejo de cómo vivimos lo que decimos. Expertos en la materia nos señalan que el grado de credibilidad de una persona nos llega en un 2% por lo que decimos (comunicación verbal), en un 27% por el cómo lo decimos (comunicación no verbal) y en un 71% por el cómo vivimos aquello que decimos (Comunicación conductual).

Quien sólo habla desde lo que sabe, llega a sus oyentes en formato de postal. El que comunica existencialmente les introduce en su personal paisaje, repleto de vida que engendra vida, y de fenómenos naturales.

Una conocida anécdota de Gandhi nos evidencia esta eficaz manera de enseñar. Lo hacía a las orillas del Ganges cuando se le acercó una humilde aldeana con un niño de la mano. “Maestro, le dijo, me gustaría que dieras un consejo a mi hijo, que padece diabetes.” Gandhi le respondió: “¿Podrías acercarte dentro de quince días y yo te atenderé?”

Cuando volvió y una vez escuchada su petición, la señora le preguntó sorprendida: “¿Por qué Maestro en esta ocasión has dado el consejo a mi hijo y el otro día no?”

A lo que el gran Maestro de vida le respondió: “Porque hace dos semanas yo era adicto también a las golosinas y me ha llevado una quincena quitarme mi adicción”.

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