domingo, 1 de abril de 2012

Elogio del Concilio Vaticano II (I)

 Por Manuel Manzano Becerra, sacerdote

INTRODUCCIÓN

Creemos que a estas alturas, cincuenta años de su convocatoria, nadie duda de la conveniencia, e incluso necesidad, de que se celebrara el Concilio Vaticano II; aunque es cierto también que hubo, entonces y aún ahora, quienes dudaron de su oportunidad y de su eficacia.

Pero ¿qué es lo que significó para muchos de nosotros y se hizo experiencia en nuestra vida? Para muchos fue la respuesta a una necesidad sentida. Lo que vivíamos en nuestra Iglesia no nos satisfacía. Ni en el plano de las ideas –íbamos muy por delante de lo que el Magisterio incansablemente repetía pero con las mismas ideas envejecidas y el mismo lenguaje de siempre, con condenas y exclusiones de quienes nosotros admirábamos- ni en el plano de la experiencia que ya se vivía a través de diversos movimientos que habían surgido años atrás, como el bíblico, el ecuménico, el litúrgico, el pastoral, etc. que debían ser asumidos e interrelacionados y vivenciados en toda la Iglesia.

Conforme se desarrollaban las sesiones, conocíamos las distintas intervenciones e iban apareciendo sus documentos, sentíamos una alegría inmensa y un gozo intenso que sólo vivíamos quienes nos sentimos identificados con Él. Alegría que nacía espontáneamente al ver que lo que pensábamos desde hacía mucho tiempo, ¡y mucho más!, era lo mismo que se decía en el aula conciliar. Mucho de lo cual se recogía, después, en los distintos documentos que iban apareciendo. Pero todo esto no se quedaba sólo en las formas y sintonía de ideas, no, para muchos de nosotros fue una verdadera conversión, Dios sabe hasta qué punto. Ciertamente afectó a las ideas y la mentalidad pero principalmente afectó a nuestro corazón. Buscábamos al Dios vivo y la experiencia conciliar nos brindaba lo que con tanto interés estábamos buscando. Esto nos hizo dar un giro total a nuestras vidas y a buscarle donde Él se nos revelaba. Y, además, sin dudas porque se nos decía y mostraba a través de la máxima autoridad de la Iglesia que, con el papa, estaba reunida en concilio. Dicha felicidad que hoy, cincuenta años de su apertura, no hemos podido olvidar. Apostamos por Él con nuestra propia vida, toda la comprometimos en superar la atonía reinante y las rutinas de repeticiones que estaban ya agotadas. El Dios vivo nos llamaba hacia lo nuevo –Novum- de la historia, allá donde Él se revelaba, donde quería ser servido, no donde le queríamos poner nosotros. Nos abrió los ojos y nos hizo ver cosas que –aunque muchas eran sabidas, incluso rotundamente expresadas en el Evangelio- al ser dichas por toda la Iglesia reunida, adquirían toda su belleza, atractivo y autenticidad. Había que apostar por Él y donde Él se revelaba. Pablo VI lo mostró así: “La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas –y son tanto mayores, cuanto más grande se hace el hijo de la tierra- ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros –y más que nadie- somos promotores del hombre”… “Por tanto que no se llame nunca inútil a una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y eficaz, como es la conciliar, se declara toda a favor y en servicio del hombre” (1)

Esto nos satisfacía, nos llenaba y daba una voltereta formidable a nuestra vida cristiana, a nuestra espiritualidad y a nuestros proyectos pastorales.

Pero han pasado muchas cosas desde entonces a lo largo de estos cincuenta años. Hay tres acontecimientos que nos han marcado en ellos según los expertos. Uno fue el mismo Concilio para toda la Iglesia y su relación con el mundo. Otro, a nivel internacional, fue el derrumbamiento del comunismo simbolizado en la caída del muro de Berlín y uno de los dos sistemas principales que hasta entonces dominaban nuestro mundo. Y el tercero a nivel nacional fue la consensuada transición española del régimen franquista a un régimen democrático plasmado en la Constitución del 78. Todo ello ha influido muy poderosamente en esta etapa postconciliar. En ella ha habido de todo, desde miedos, recelos e integrismos furibundos hasta aventurerismo, pérdidas de identidad y vivencias a la intemperie. A este propósito queremos señalar algunas cosas que podemos destacar en el reducido ámbito en que nos ha tocado vivir esta etapa:

1.- Una parte de la jerarquía, incluyendo bajo este término a todos los que de alguna manera, no sólo dirigen al pueblo cristiano sino que influyen en él de algún modo como sacerdotes, religiosos, dirigentes de movimientos e instituciones eclesiales, predicadores, tertulianos… etc., no sólo no aportaron nada en el Concilio ni al Concilio, sino que en el desenvolvimiento de éste ni lo conocieron y estudiaron, ni lo dieron a conocer, ni lo llevaron a la mentalidad y la vida de los creyentes. Ni cambiaron ellos de mentalidad ni después han hecho para que quienes tenían confiados, oficial u ocasionalmente, la cambiara. No lo hicieron porque no podían hacerlo. La razón está en que desconocieron lo fundamental del Concilio ni hicieron por conocerlo después.

Las estadísticas hechas para preparar la Asamblea Conjunta son más que reveladoras. Como, además, la gente que hoy frecuenta nuestras iglesias, ayudan en nuestras parroquias y componen la mayoría de asociaciones y movimientos son mayores –no suele haber jóvenes- no podemos extrañarnos de que sigan pensando y haciendo como lo hacían en el “ancien regime” que era lo que tenían asimilado. Se confirman, además, en su mentalidad porque el laicismo impuesto en nuestra sociedad les agrede en sus ideas, costumbres, moral, etc… refugiándose “en lo de siempre”. Creen tener éxito porque muchas de esas cosas siguen convocando gente que tampoco cambió de mentalidad como ellos o que no pasan de cumplimientos externos, más de un catolicismo sociológico que de una fe personal. No son gente nueva, algunos son los que “están de vuelta”.

Algunos lo quieren justificar con una razón que realmente es un despropósito: “lo que funciona no hay por qué cambiarlo” No se preguntan ni por qué funciona, ni cómo funciona, ni para quién funciona… Desde luego muchas cosa que “funcionan” para ellos no lo hacen para quienes tienen otras procedencias y desde luego para los más jóvenes. Además, asumir tal principio, en cualquier orden pero sobre todo en el ámbito pastoral, sería tanto como consagrar “lo de siempre”, condenarse a repetir el pasado y, desde luego, cerrar los ojos ante lo nuevo de la historia que es desde donde puede contemplarse la estrategia del Espíritu que nos llama siempre, como a Abraham, a salir de la casa de nuestros padres (Gen 11,1).

2.- El cristiano medio, en una gran mayoría no ha recibido ni recibe más que lo que el clero le transmite, particularmente el clero parroquial. Éste ciertamente admite las reformas y novedades que el Concilio ha introducido. Pero su mentalidad no ha cambiado. No ha habido una auténtica conversión al Dios vivo que convocaba por su Espíritu y hablaba por su Palabra a este Iglesia y la movía, a toda ella no sólo a quienes estaban en el aula conciliar, a preguntarse por sí misma, a re-presentar en este mundo a su Señor Jesucristo y a ser sacramento de salvación para todos. Teóricamente todo esto se admite y se dice pero en la realidad se quiere hacer compatible con ser “la iglesia de siempre”, a representar a otros amos y a ser un monumental establecimiento donde se puede despachar de todo –desde influjo y poder hasta sacramentos y papeles- y que se queda tan tranquila con tal de que venga gente al establecimiento. Sin asimilar la ley de la encarnación que la impulsa permanentemente a salir de los establecimientos y poner su tienda entre los hombres –especialmente los más necesitados- allá donde estos se encuentren.

Han bastado los envites del laicismo, junto a otras causas, y la indiferencia de la sociedad, al mismo tiempo que el cese de algunos casorios con los poderes reinantes en la política y el dinero, para que toda esa masa de cristianos medios, que habían aceptado, a veces con resignación, algunos cambios, hoy se refugien en “lo de siempre”, es decir, en lo que en su mentalidad nunca habían abandonado al no hacer del Concilio, por encima de reformas y novedades, una llamada, un camino y un encuentro de conversión al Dios vivo que se les revelaba en lo nuevo de la historia.

3.- También algunos optaron por el cambio. Personas, grupos y hasta comunidades que optaron por los cambios. Lo ponemos en plural porque el auténtico cambio, que estaba en la base de todo lo que era e impulsaba el Concilio, se produjo en pocos. Todo lo que fue reforma y novedad se aceptó por ellos sin reserva alguna. Ahora bien, todas sus insistencias en lo que la Tradición viva de la Iglesia decía de ella misma, en sus fuentes y su desenvolvimiento no se tuvo en cuenta. Es más, por este afán de cambios, se le achacaban al Concilio, sus constituciones y decretos, lo que solamente eran ideas de algún teólogo, una intervención de un obispo, o un artículo de prensa especializada o meramente divulgativa o a simple invención propia. Era frecuente oír en aquellas fechas, y aún hoy día en algunos grupos, “el Concilio dice” que no era otra cosa que lo que el ponente quería decir pero que el Concilio no dijo nunca. Así corrieron montones de ideas y de prácticas en el postconcilio que no tenían nada que ver con él. Ahí entraban innovaciones litúrgicas, sobrevaloración de lo comunitario sobre lo personal en la oración y sacramentos, polarización de la misión en la transformación del orden temporal, la absolutización del servicio a los pobres entendiendo por ellos a los que cada grupo trabajaba, el igualitarismo entre ministerio sacerdotal y sacerdocio común, menosprecio de la piedad popular, comunitarismo imponiendo decisiones, orientaciones, ideas, etc. de una comunidad que sólo representaba al grupo dirigente de la misma y que no reconoce la diversidad de ministerios y carismas, etc, etc, etc. Muchos siguen todavía con estas ideas y prácticas. Se han refugiado en ellas como lo auténtico o lo que hay que hacer y lo han convertido en santo y seña de sus personas, grupos y comunidades, enfrentándose a la verdadera Tradición puesta de manifiesto en el Concilio con toda su modernidad y novedades. Ellos se apuntaron a los cambios –reales o figurados- pero no se aventuraron al único cambio que convocó el Concilio y que presidió todo su trabajo para llevar a toda la Iglesia la vivencia de su Misterio como único camino para el encuentro con el Dios vivo.

4.- Cierto es también que, por encima de malas interpretaciones, de reticencias, de olvidos e incluso de vueltas a tras, hubo y hay personas, grupos y comunidades que supieron conjugar Tradición y Novedad, introduciéndose en lo que la Iglesia, entonces y ahora, les pedía. Todo aquel proceso fue vivido con entusiasmo y esperanza. Se vivió la libertad en el Espíritu, no dolían las renuncias y se sintió a un Dios cercano. Pero no sólo en la intimidad de lo exclusivamente privado, sino sobre todo y principalmente, en nuestra Iglesia, manifestada y vivida como Misterio en el designio de salvación del Padre eterno, en la misión y la obra del Hijo y en su santificación por Espíritu. Desde ahí fue aceptado todo aquello de lo que ella era portadora –Tradición- y fueron aceptados sin contradicción todos los cambios. Ninguna de estas dos realidades fueron relativizadas ni absolutizadas porque el cambio fundamental que producían estaba fundamentado en la conversión que el Dios vivo pedía a su Iglesia.

Este largo prólogo nace de la necesidad sentida por personas y grupos de volver al Concilio. Creemos que debe ser un esfuerzo de toda la Iglesia para no interpretar restrictivamente nada de lo que dijo y, mucho menos, dejarlo dormir en el baúl de los recuerdos y, mucho más grave aún, si se pretendiera contradecirlo. Es necesidad de la Iglesia, sencillamente porque ante una humanidad en crisis, como la que provocaba su convocatoria, mucho de lo aportado está sin desarrollar o sin cumplir. Aquello no fue ni un capricho de un papa ni un entretenimiento romano, ni una manifestación de poder eclesiástico. “La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas más trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso material. De aquí surgen la indiferencia por los bienes inmortales, el afán desordenado por los placeres de la tierra, que el progreso técnico pone con tanta facilidad al alcance de todos y, por último, un hecho completamente nuevo y desconcertante, cual es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos” (Juan XXIII. Constitución Humanae Salutis, convocatoria del Concilio). Son palabras que pueden decirse de la actualidad como entonces. Pero traicionaríamos su espíritu si nos quedáramos sólo en la impresión negativa que nos produce la situación. No lo hizo así el Papa Juan, al contrario “siguiendo la recomendación de Jesús cuando nos exhorta a distinguir claramente los signos… de los tiempos (Mt 16,3) Nos creemos vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y la humanidad” (H.S. 3).

Sentimos la necesidad de volver al espíritu del Concilio, pero también a su letra plasmada en las constituciones, decretos, declaraciones y mensajes. Esto es lo que nos mueve, junto con nuestro agradecimiento en el presente elogio.

Hemos querido llamarlo “elogio”, porque trata de alabar y testimoniar los méritos de este acontecimiento eclesial. Hablamos de méritos y de acontecimientos. Méritos porque los tuvo, tanto en la mentalidad con la que  enfrentó la realidad –actual entonces- de la Iglesia, como en la inteligencia para buscar la máxima coincidencia entre todos, lo que posteriormente evitaría divisiones, mayores a las tenidas, que pudieran paralizar lo logrado, creando la esperanza de que todo se llevaría a su realización. Por eso lo hemos calificado de acontecimiento, no sólo por la relevancia del hecho en sí mismo sino porque, superando la simple coyuntura, se perpetúa en el tiempo.

Lo hemos hecho siguiendo –a veces literalmente- las principales novedades que, al parecer del P. E. Schillebeecks, y de otros expertos, aportó el Concilio. Pero, como dice este autor, “un análisis científico detallado nos mostraría muchos más aspectos nuevos que casi nos pasan inadvertidos: por ejemplo, la manera de contemplar y estudiar los antiguos temas religiosos, el hecho de abandonar la jerga escolástica, el desplazamiento de conceptos, el hecho de retener las adquisiciones antiguas pero situándolas dentro de una perspectiva distinta, el hecho de abandonar incluso algunos conceptos y términos tradicionales por una genuina preocupación y sensibilidad ecuménica, una indiscutible tendencia a no ser un concilio exclusivamente occidental, la solicitud pastoral con que se han formulado los textos conciliares, etc., etc. Y si comparamos los documentos conciliares con los manuales de teología que se ponía en nuestras manos hace unos veinte años y que
de vez en cuando se siguen poniendo en manos de seminaristas, entonces el balance de este Concilio será mucho más sorprendente (2). Por tanto no está todo lo más novedoso aportado por el Concilio pues se saldría de nuestro propósito ir documento por documento resaltándolo, cosa que puede encontrarse en estudios más profundos y completos, como los que aquí citamos.

         Sin embargo hoy tenemos que lamentar la falta de aplicación de mucho de lo aportado por él, el olvido en que está cayendo –en muchos escritos y planes pastorales ni se le cita y, cuando se hace es como simple relleno- y el réquiem que algunos vienen entonando hace tiempo y, en vez de elogios, entonan elegías, pues lo han reducido a simple acto que respondería a una coyuntura concreta pasajera en vez de un acontecimiento que perdura por su propia naturaleza.

         Nosotros queremos alabarlo y testimoniarlo, porque, como hemos dicho anteriormente, y se mostrará en el escrito, para nosotros fue un verdadero acontecimiento de salvación que cambió nuestras mentalidades y nuestras vidas a través de una verdadera conversión al Dios vivo que así se mostraba a su Iglesia. Como se deduce claramente no hablamos de teorías o meros conocimientos, sino de algo existencial y vital que se hizo verdadera experiencia cristiana frente a lo que vivíamos hasta entonces y en lo que nos habían educado y catequizado. Por esto a lo largo de este escrito, basado siempre en la experiencia fundamental vivida, aunque no desconozcamos ni despreciemos el conocimiento y la teoría, se irá mostrando en contraste lo que vivíamos y a lo que hoy algunos nos quieren hacer volver, y las aportaciones que presentó el Concilio desde la doble fidelidad que definió la insistencia pastoral del mismo: la fidelidad a las fuentes y la fidelidad al hombre actual.

         Por todo ello quiere ser también una advertencia. Olvidarlo, silenciarlo, volver atrás como si no hubiera existido o creer y proclamar que ya no tiene nada que aportar, lo consideramos un auténtico pecado. Mucho más ahora que se nos invita a una nueva evangelización; ésta no estaría bien planteada, y no se realizaría eficazmente, si no se tiene en cuenta al Concilio y si no se desarrolla lo mucho que contiene y que todavía no se ha llevado a la práctica. No es una cuestión de simple táctica coyuntural, es una cuestión teológica de primera magnitud. La razón está en que no fue un capricho del Papa Juan XXIII, fue la acción del Espíritu Santo que en una coyuntura histórica concreta –que todavía no se ha extinguido ni superado- presencializaba la voluntad del Padre, no sólo como remedio para la coyuntura sino también como acontecimiento esperanzador para el futuro. Olvidarlo o no desarrollarlo es tanto como negarse a la acción del Espíritu y al rechazo de la voluntad del Padre.

         De hecho, cierto también, de que muchas de estas realidades que resaltamos en el escrito se hayan ya tenido en cuenta y se hayan puesto en práctica “debe ser para nosotros una invitación a leer y meditar seriamente, cada uno en particular, los textos conciliares, y a tomarlos como materia de discusión y diálogo en toda clase de organizaciones y reuniones” (Obr. Cit. 6,5)
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(1) Alocución en la Clausura. Valor religioso del Concilio. Nos. 5 y 15./-12-65
(2) Las conquistas del Vaticano II, E. Schillebeecks. Dosier 6. CENIEC



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