lunes, 2 de abril de 2012

XII.- La Verónica



Tampoco nos relatan los evangelios ni el nombre ni la acción que muy posteriormente se recogerá en el Vía Crucis. El Nuevo Testamento lo ignora y los Santos Padres también. Es una historia muy posterior. Pero lo que si parece muy cierto es que, si no existió, hubo que inventarla, con su piadoso gesto y con su paño donde llevaba impreso el rostro de Jesús.

Fue mucho el dolor, el sufrimiento y la pena caída sobre Jesús, que le hacia desfallecer, con el temor para los esbirros del régimen de que se les muriese por el camino sin cumplir la injusta sentencia. Que no hubiera nadie, con un poco de misericordia, que voluntariamente le aliviase, no resulta imaginable. Si, hay un grupo de mujeres que lloran y se lamentan por Él, pero no se atreven a romper el orden de la dramática procesión con sus caídas por tierra. Esto no lo podía sufrir la piedad cristiana posterior. Tuvo que inventarse a esta mujer y a su piadoso gesto. Esto, además, nos exculpaba de algún modo a todos de la crueldad y el odio del mundo que se cebó con Él. ¿Y quién mejor, para la piedad popular que una mujer? Dotándola no sólo de un buen corazón sino también del coraje y la valentía de romper la aglomeración de los curiosos y la disciplina de los soldados. Así la plantaron delante de Jesús, con su lienzo blanco limpiando el sudor, la sangre y los esputos de aquel divino rostro que el odio del mundo puso sobre él. ¿Leyenda?, ¿invención?, ¿o necesidad de ser exculpados de tanto horror?

La inmundicia limpiada de su rostro dejó impresa en aquel paño su imagen. La piedad, que recurre  al gesto de la Verónica, es también la que dibuja ese rostro en el lienzo. No es que Jesús haya querido pagar su gesto, es que ha querido dejar su imagen en todos los que en este mundo padecen la injusticia de ser maltratados, oprimidos y despreciados. La imagen se la lleva la piedad, no para tener un goce egoísta, si para seguir ejerciendo misericordia. En el paño con la imagen están representados todos los que limpian el rostro ajeno de todas las miserias que con nuestra malicia o nuestra indiferencia sobre ellos arrojamos.



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