viernes, 28 de diciembre de 2012

Una familia diferente


(Reflexión a Lc. 2, 41-52)
Entre los católicos se defiende casi instintivamente el valor de la familia, pero no siempre nos detenemos a reflexionar el contenido concreto de un proyecto familiar, entendido y vivido desde el Evangelio. ¿Cómo sería una familia inspirada en Jesús?
La familia, según él, tiene su origen en el misterio del Creador que atrae a la mujer y al varón a ser "una sola carne", compartiendo su vida en una entrega mutua, animada por un amor libre y gratuito. Esto es lo primero y decisivo. Esta experiencia amorosa de los padres puede engendrar una familia sana.
Siguiendo la llamada profunda de su amor, los padres se convierten en fuente de vida nueva. Es su tarea más apasionante. La que puede dar una hondura y un horizonte nuevo a su amor. La que puede consolidar para siempre su obra creadora en el mundo.
Los hijos son un regalo y una responsabilidad. Un reto difícil y una satisfacción incomparable. La actuación de Jesús, defendiendo siempre a los pequeños y abrazando y bendiciendo a los niños, sugiere la actitud básica: cuidar la vida frágil de quienes comienzan su andadura por este mundo. Nadie les podrá ofrecer nada mejor.
Una familia cristiana trata de vivir una experiencia original en medio de la sociedad actual, indiferente y agnóstica: construir su hogar desde Jesús. "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Es Jesús quien alienta, sostiene y orienta la vida sana de la familia.
El hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias más básicas de la fe cristiana: la confianza en un Dios Bueno, amigo del ser humano; la atracción por el estilo de vida de Jesús; el descubrimiento del proyecto de Dios, de construir un mundo más digno, justo y amable para todos. La lectura del Evangelio en familia es, para todo esto, una experiencia decisiva.
En un hogar donde se le vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia siempre acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra solo en sus intereses sino que vive abierta a la familia humana.
Muchos padres viven hoy desbordados por diferentes problemas, y demasiado solos para enfrentarse a su tarea. ¿No podrían recibir una ayuda más concreta y eficaz desde las comunidades cristianas? A muchos padres creyentes les haría mucho bien encontrarse, compartir sus inquietudes y apoyarse mutuamente. No es evangélico exigirles tareas heroicas y desentendernos luego de sus luchas y desvelos.
José Antonio Pagola

viernes, 21 de diciembre de 2012

Lógica del Reino, lógica del capitalismo


Por José Manuel Vidal


Entrevista a José Arregi, quien participó en la Semana Andaluza de Teología, celebrada en Málaga los pasados 24 y 25 de noviembre. Su ponencia ofreció un retrato descarnado de nuestra realidad religiosa.


¿Cuál fue el título de tu ponencia?
El título que me propusieron fue "Lógica del Reino, lógica del capitalismo"... Lo que voy a intentar es contraponer lo que Jesús tenía en mente y en el corazón cuando anunciaba la Buena Noticia del Reino de Dios para los pobres, al capitalismo salvaje en su versión neoliberal... Hay una franca contraposición entre la compasión como motor y como horizonte humanizador (de Jesús) y el interés insensible de unos pocos (por parte del capitalismo).
¿O sea que estamos ante un sistema anti-evangélico? ¿No se puede superar eso?
Yo creo que el seguidor de Jesús, hoy en día, tiene que denunciar este capitalismo neoliberal que se sustenta en la especulación de unos pocos, caiga quien caiga. El capitalismo no tiene misericordia.
¿Es hoy cuando es más evidente?
Por supuesto... Pero hoy en día no hay más que mirar lo que nos rodea, no solamente en el estado español, sino a nivel más planetario: los desgarros, las desigualdades crecientes, el horizonte de futuro inexistente, el desastre ecológico en marcha... Todo esto responde a la praxis y a la lógica de fondo del capitalismo neoliberal.
Una vez hecho el diagnóstico, ¿qué propones?
Lo que sé es que hay cantidad de movimientos sociales, más allá de límites confesionales, que están proponiendo medidas de corrección de la economía a nivel planetario: persecución de la corrupción, regulación del mercado, gravación de todas las transacciones financieras, la tasa Tobin... Que los gobiernos políticos tengan realmente capacidad de decisión por encima de los poderes financieros... Los políticos que elegimos deben tomar decisiones que respondan al bien de la ciudadanía.
¿Cómo podemos los católicos impulsar ese cambio?
No importa que sean católicos o no, hay cantidad de personas que están impulsando, en sintonía y colaboración con movimientos de todo tipo (el 15-M, el 25-S, Stop Desahucios...), este nuevo clamor social. Dando voz a la sensibilidad que pide una transformación.
¿Crees que ese clamor pueda cuajar en algo que ayude a las víctimas?
Ha de cuajar... Las Naciones Unidas deberán servir para esto, para que realmente haya una democracia de todos los pueblos, de todas las especies del planeta, de todos los seres vivientes. Y que se tomen decisiones por el bien común, el equilibrio y la armonía.
¿Qué papel crees que está desempeñando en este momento la Iglesia Católica?
Creo que la Iglesia (me refiero a la jerarquía y al Vaticano) no ha sido una voz parecida a la que fue la voz de Jesús en la Galilea de hace 2000 años, que estaba claramente de lado del interés de los últimos, de los pobres.
¿No es eso una traición a la esencia del mensaje del nazareno?
¿Por qué han salido y han llamado a manifestarse los obispos del estado español? No ha sido por los extranjeros, ni por los inmigrantes, ni por los desahuciados. Últimamente se están oyendo algunas voces de ciertos obispos que se están adelantando en la toma de posición, en una línea que debería ser mucho más visible.
¿Quieres decir que la institución debería estar en la vanguardia de esos movimientos?
Sí. Pero Rouco fue el primero que expulsó de la Almudena a los desahuciados que se refugiaron allí. La pregunta es, ¿qué Evangelio leemos? ¿De qué Jesús hablamos?
¿Te decepciona la jerarquía?
Efectivamente... Aquí, en Andalucía, hay personas de una calidad humana y espiritual muy grande. Ellos son la Iglesia de Jesús. Ojalá la Iglesia Católica, representada en su jerarquía, siguiese esa misma tónica. No digo que todos debamos pensar igual. Pero la sensibilidad no debería quedarse solamente en palabras y en buenos deseos, sino que debería impulsar acción y transformación política y económica.
Los obispos se acaban de pronunciar sobre el matrimonio gay, pidiendo que el Partido Popular dé marcha atrás, incluso tras la sentencia del Tribunal Constitucional.
Lo lamento. Me cuesta comprender cómo hoy en día puede ser tanto problema para una institución importante como la Iglesia que el matrimonio homosexual sea reconocido en igualdad de condiciones jurídicas que el heterosexual.
¿También puede hacer perder credibilidad a la Iglesia?
Claro. La Iglesia española se está situando en otra época, en otro planeta y en otra cultura. Todo por no entender los nuevos esquemas sociales, que no tienen por qué ser mejores o peores, sino distintos. Si dos hombres se quieren, es sacramento de Dios.
¿Dónde está el problema? Ellos dicen que el matrimonio tiene que ver con la procreación, pero la Iglesia nunca ha condenado el matrimonio de dos abuelos que nunca van a tener hijos. ¿La cuestión está entonces en que sean hombre y mujer? ¿Y eso de dónde lo sacan? Eso es un simple esquema cultural, histórico y, por tanto, cambiante. Pero esa ruptura les cuesta muchísimo.
La vida no para nunca. Progresa, evoluciona. Y la religión debería evolucionar también junto con la vida.
¿Uno de esos escándalos de los que dices que seguramente nos avergoncemos dentro de muy poco es la situación de la mujer en la Iglesia Católica?
Ya nos ha pasado factura... Y ahora está perdiendo claramente a la mujer, si es que no la ha perdido ya. Y si pierde a la mujer, pierde a las madres; y si pierde a las madres, pierde la transmisión a las generaciones futuras, que es precisamente lo que está pasando. Ya está bien de culpar de todo ello a la cultura actual y a todos los "ismos" imaginables.
¿No ha ocurrido todo esto en contra del Concilio?
Sí. El Concilio hizo un esfuerzo de reconciliación con la libertad del sujeto y con la razón. Lo que separa ahora a la Iglesia institucional de la cultura actual no es solamente una mutación cultural, sino dos: porque la Iglesia ha retrocedido hacia un paradigma premoderno, mientras la sociedad ha avanzado hacia un paradigma postmoderno. De manera que hay dos pasos de distancia entre la institución eclesial y la cultura.
¿Cómo es posible, en una institución que precisamente cuenta con gente sólo dedicada a reflexionar, como los teólogos o los pensadores? ¿Se debe esa involución a una estrategia preconcebida?
Mala voluntad seguro que no hay, pero falta un diagnóstico y una lectura adecuada de la situación de nuestro mundo... Porque el paradigma de la pluralidad no creo que tenga marcha atrás.
¿O sea que la situación es irreversible?
A mí me parece que sí. No hay vuelta de hoja. El Evangelio de Jesús sigue teniendo un potencial inspirador enorme para la sociedad, lo que pasa es que está siendo dilapidado, y me parece que pervivirá sólo en pequeños círculos. La Iglesia como institución social va camino de convertirse en un fenómeno muy marginal, casi sectario (en el sentido de grupúsculo cerrado y a la defensiva con la cultura).
José Manuel Vidal
(Extracto)
Religión Digital

Genéricos


Por Dolores Aleixandre
Voy a decir lo que sigue en voz baja y a escribirlo con lápiz y letra pequeña para que quede entre nosotros: me parece que Dios es un genérico. Voy a repetirlo de otra manera aún más discreta para evitar posibles represalias mafiosas de alguna multinacional farmacéutica: Dios ha elegido estar entre nosotros en formato de genérico. En vez de incorporar el principio activo y la biodisponibilidad de su presencia a alguna corporación reconocida y poderosa (fariseos, sacerdotes o escribas que eran entonces las Bayer, Merck o Roche de hoy), prescindió de la protección de sus patentes y, para estar al alcance de todo el mundo, corrió el riesgo de comercializarse a precio ínfimo y con margen cero de beneficio. (Si a alguien le escandaliza esto de la comercialización, le recuerdo aquella antiquísima antífona de la liturgia navideña que llama a la encarnación admirabile commercium entre Dios y nosotros).
Hoy resulta decisivo el lanzamiento promocional de lo que sea: un medicamento, un famoso, una película o un libro y de cómo se haga esa campaña dependerá la clave de su éxito y su prestigio futuro. Se supone que para promocionar el "evento Jesús" habría que cuidar al máximo las estrategias: cuál iba a ser la población diana, qué emociones despertar, qué sueños poner en marcha, cómo presentar sus rasgos más seductores y lo más impactante de su mensaje.
Al evangelista Lucas le tocó hacer de cronista de la campaña y dada la rareza de las cosas que pasaron, va preparando poco a poco a los lectores para que no se le desquicien: presenta primero al venerable Zacarías con todos los atributos y cachiperres de la más rancia estirpe: de casta sacerdotal, residente en Jerusalén, con su barba y su incensario y oficiando solemnemente en el templo. A continuación aparece María, genérica total, diminuta e insignificante: joven, pueblerina y domiciliada en una aldea perdida de Galilea, comarca cuajada de indignados y de rebeldes anti-sistema. Pero, mira por dónde, es ella y no el honorable Zacarías la inundada de gracia y la elegida para vivir a la sombra del Espíritu; es ella la primera en escuchar el nombre de Jesús y la invitada a presenciar y participar en la primera mañana de la nueva creación. Ya empiezan a descolocarse las cosas para nuestros ordenados criterios.
Luego llegó la "operación lanzamiento" del Dios-con-nosotros. Qué desatinado y desconcertante resultó su diseño: por qué Belén, por qué un pesebre en una cuadra; por qué en medio de la oscuridad y el anonimato de la noche. Por qué en la peor franja horaria en vez de en el cenit resplandeciente del mediodía y la audiencia; por qué en el extrarradio y no en Eurovegas o en el World Trade Center de Jerusalén. Por qué recibieron su anuncio unos indocumentados y no la gente con glamour, la clase docta, religiosa, pudiente y refinada, capaz de influir en el vulgo. Sin consultar al G8, ni a los lobbies de poder, al FMI o al Banco Mundial. Sin hacer un cálculo del daño irreparable que iba a sufrir la marca Emmanuel y de sus consecuencias en la reacción de los mercados.
Aquella noche fue un "especial genéricos", destinado a los que nunca verán su foto en el Huffington Post o en la revista Forbes; a los que nunca se sentirán aludidos al leer: "Marca la diferencia. Haz un master", o "Acostúmbrate a sentirte único", porque su destino no es ser ni diferentes ni únicos, sino rellenar estadísticas: el 25% en situación de riesgo, el tercio que no llega a fin de mes, los amenazados por desahucio o que ya han perdido la tarjeta sanitaria.
Los signos de la gloria del Emmanuel serán también para ellos: apiñados en torno a Jesús le escucharán proclamarlos "dichosos", probarán el mejor de los vinos en una boda de pueblo, se sentarán en la hierba y comerán sardinas y pan hasta saciarse.
Estaba con ellos el que no había retenido ávidamente su denominación divina de origen, el que se había despojado de todo prestigio, el que había elegido estar entre nosotros como uno de tantos, como el último del ranking. Y por eso recibió el Nombre sobre todo nombre y la Marca sobre toda marca.

Mujeres creyentes


(Reflexión a Lc. 1, 39-45)
Después de recibir la llamada de Dios, anunciándole que será madre del Mesías, María se pone en camino sola. Empieza para ella una vida nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha "aprisa", con decisión. Siente necesidad de compartir su alegría con su prima Isabel y de ponerse cuanto antes a su servicio en los últimos meses de embarazo.
El encuentro de las dos madres es una escena insólita. No están presentes los varones. Solo dos mujeres sencillas, sin ningún título ni relevancia en la religión judía. María, que lleva consigo a todas partes a Jesús, e Isabel que, llena del espíritu profético, se atreve a bendecir a su prima sin ser sacerdote.
María entra en casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo que aquel saludo llena la casa de una alegría desbordante. Es la alegría que vive María desde que escuchó el saludo del Ángel: "Alégrate, llena de gracia".
Isabel no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María, siente los movimientos de la criatura que lleva en su seno y los interpreta maternalmente  como "saltos de alegría".  Enseguida, bendice a María "a voz en grito"
diciendo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre".
En ningún momento llama a María por su nombre. La contempla totalmente identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una mujer creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: "Dichosa porque has creído".
Lo que más le sorprende es la actuación de María. No ha venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida sino para servir. Isabel no sale de su asombro. "¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?".
Son bastantes las mujeres que no viven con paz en el interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta situación nos está haciendo daño a todos.
El peso de una historia multisecular, controlada y dominada por el varón, nos impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa para la Iglesia prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos, pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.
José Antonio Pagola

viernes, 14 de diciembre de 2012

Pedro Casaldáliga, amenazado de muerte

Por Faustino Villabrille
Cuando fue ordenado obispo imprimió una forma y estilo totalmente nuevos a la misión de ser pastor de su pueblo. Escribimos estas líneas en homenaje y reconocimiento a él por su compromiso con los oprimidos y como denuncia pública y radical de quienes quieren acabar con su vida.
Al cumplirse los 40 años de su ordenación hemos recibido este comentario que lo dice todo sobre su forma de querer ejercer su misión de pastor de los pobres:
"Tres elementos, más que significativos, le imprimieron a aquella ceremonia de ordenación un carácter totalmente innovador y profético que tuvieron fuerte repercusión no sólo en la iglesia de Brasil, sino también en muchas iglesias del mundo y en la sociedad.
El primero: La ordenación se realizó en la más rica y mayor catedral del mundo. La bóveda de esta catedral estaba adornada por la multitud incalculable de las estrellas del cielo. Las paredes estaban formadas, de un lado, por el agua libre del Araguaia; del otro por las arenas de la colina de Sao Félix. Al fondo, la pobre y pequeña iglesita de la comunidad. Al pie de la colina, como para recordar lo provisorio y frágil de la vida, el cementerio donde tantas personas, muertas o "matadas", descansaban, al lado del secular cementerio Karajá.
El segundo: Pedro rehusó cualquier señal externa que lo diferenciase en la iglesia. Puedo equivocarme, pero creo que es el único obispo de este Brasil, y tal vez del mundo, que se planteó no usar nunca ninguna insignia episcopal. Las insignias episcopales que se les entregan al obispo en su ordenación hoy son el anillo, el báculo, la mitra y la cruz pectoral. Señales externas del lugar que ocupa el obispo en una iglesia estructurada en forma jerárquica. Señales de su autoridad y poder. El obispo ostenta además un escudo que representa su lema de vida y servicio. Sus vestimentas también se diferencian de las de los simples sacerdotes (Tiempos atrás los obispos todavía usaban en las celebraciones guantes, calzados especiales y vestidos diversos. Todo ello para mostrar su importancia en la iglesia). Pues bien, en aquella noche del 23 de octubre de 1971, la bóveda celeste, las aguas del Araguaia y todos los que estábamos allí fuimos testigos de que algo nuevo acontecía. Un obispo rehusaba las marcas de poder para insertarse totalmente en la vida del pueblo. Estas palabras profético-poéticas hicieron eco:
Tu mitra será un sombrero de paja sertanejo; el sol y la luna; la lluvia y el tiempo sereno; las miradas de los pobres con los que caminas y la mirada gloriosa de Cristo, el Señor.
Tu báculo será la verdad del Evangelio y la confianza de tu pueblo en ti.
Tu anillo será la fidelidad a la Nueva Alianza del Dios Libertador y la fidelidad al pueblo de esta tierra.
No tendrás otro escudo que la libertad de los hijos de Dios; ni usarás otros guantes que el servicio del amor.
El tercer elemento que marcó esta ordenación dejó un reguero de luz y de esperanza. Despertó, por un lado, la adhesión inmediata de los cristianos en toda la iglesia y en los más diversos sectores de la sociedad; por otro, provocó reacción airada y violenta en los agentes de la dictadura militar y de los que se enriquecían con los incentivos públicos a costa del sacrificio, del dolor y de la esclavitud de muchos.
Fue su carta pastoral divulgada en aquella ocasión y que se titulaba: UNA IGLESIA DE LA AMAZONIA EN CONFLICTO CON EL LATIFUNDIO Y LA MARGINACIÓN SOCIAL. Un documento que marcó época y se convirtió en un divisor de corrientes en el seno de la iglesia del Brasil. La carta pastoral no mira para dentro de la iglesia. Es un mirar de la iglesia sobre la realidad desnuda y cruda del pueblo al que esta iglesia vino a servir.
En ella se relatan las situaciones vividas por los "posseiros" que eran expulsados de las tierras ocupadas y trabajadas desde hacía decenas de años; la realidad de los indios, cuyos territorios eran invadidos en beneficio del capital; y la explotación de los peones, trabajadores traídos de diversas comarcas del país y sometidos a las más degradantes condiciones, en situación similar a la de los esclavos.
Una palabra clara y profética que denunciaba las injusticias que se cometían contra el pueblo y que tuvo eco en Brasil y en todo el mundo. Pedro decía en la introducción:
"Si la primera función del obispo es ser profeta, y "el profeta es la voz de los que no tienen voz" (Card. Marty), yo no podría honestamente quedarme con la boca callada al recibir la plenitud del servicio sacerdotal".
La ordenación no fue sólo una celebración. Se concretizó, en todos los rincones de la prelatura, en formas simples y pobres de vida, en un compartir la vida con los sertanejos e indígenas; en una toma de decisiones de forma colectiva y hermanada, donde seglares, religiosos y sacerdotes tenían voz, mirando siempre al pueblo y a su historia.
Han pasado cuarenta años. Y no podemos olvidar aquellos acontecimientos que fueron los fundamentos de nuestra diócesis".
Lo que denunciaba en su primera carta pastoral, sigue desgraciada y tristemente de plena actualidad. Pero ¿donde están hoy los profetas como Pedro? ¿Por qué muchos se han quedado mudos y a otros muchos se les tapó la boca? Una iglesia que no es profeta de la causa de los pobres no es la Iglesia del profeta de Nazaret.

Esta información es de la revista Alandar.

Una inmensa simpatía


Por José Arregui
"La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo".
Así se expresaba Pablo VI en la sesión pública de la clausura del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965, hace 47 años. Y presumo que la mención de aquella parábola de Jesús –en la que el sacerdote y el levita del templo pasan de largo ante el herido y un samaritano hereje o pagano, lleno de compasión, cuida de él hasta que se cura– pudo resultar para muchos padres conciliares tan provocadora como para el piadoso escriba que escuchaba a Jesús.
Es como si el papa les dijera: "Hermanos, el mundo moderno es como ese caminante herido, ante el que tanto tiempo hemos pasado de largo, como si estuviera perdido y nos fuera a contaminar. Pues dejémonos contaminar. Es hora de que pasemos del templo y de los dogmas a la misericordia y la compasión de los heridos. Curemos heridas. Pero no solo eso, hermanos. No solo hemos de acercarnos al mundo moderno para curar sus heridas, sino también para aprender de él y tal vez dejarnos curar, pues también nosotros estamos heridos. Somos hermanos heridos de todos los heridos del mundo, del mundo en el que somos, del mundo que somos. Su camino es nuestro camino. Sus fracasos son nuestros fracasos. Sus éxitos, nuestros éxitos. Pero el mundo moderno también es tal vez como ese samaritano que llevamos siglos condenando como impío y enemigo. Esta parábola nos provoca, hermanos. No nos humilla, pero sí nos invita a una gran humildad: he aquí que a ese samaritano heterodoxo o increyente se nos pone como modelo. La espiritualidad del samaritano y una inmensa simpatía: ésta es, hermanos, mi conclusión del Concilio".
No es que Pablo VI fuera un Hans Küng, el teólogo más joven y crítico del Concilio. Aquel papa no era ni siquiera un Rahner o un Congar, mucho más moderados. Y a veces la duda y el miedo se apoderaban de él y entonces se aferraba a la tradición y apelaba a su autoridad absoluta, pensando que así salvaba a la Iglesia (como muy pronto se vería, por ejemplo, en su lamentable decisión de imponer la Humanae Vitae, la prohibición de todos los medios "artificiales" de anticoncepción, contra el parecer de los teólogos expertos y contra el episcopado de no pocos países).
Pero aquel hombre creía en el Espíritu, alma del ser humano y de todos los seres. Y el Espíritu universal le ensanchaba la mente y el corazón. De modo que prosiguió en su alocución: "Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno (...). El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza; sus valores no solo han sido respetados, sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas". Y a quienes (el actual papa entre otros), ya antes de la clausura del Concilio, expresaban reticencias sobre su resultado final y lamentaban que se hubiera limitado a proclamar un mero humanismo, Pablo VI les dijo: "Nuestro humanismo se hace cristianismo. Para conocer a Dios es necesario conocer al hombre. Hay que enseñar a amar al hombre para amar a Dios".
¡Cómo han cambiado, 47 años después, la letra y la música, el mensaje y el tono de las declaraciones de la jerarquía eclesiástica! ¡Ojalá nos hablaran así los obispos! ¡Ojalá hablara así el portavoz de la Conferencia Episcopal Española! ¡Ojalá recuperara la Iglesia esta fe en el mundo moderno, esta fe en los hombres y mujeres de hoy, esta fe en el Espíritu que habita en todas las criaturas, y sufre y goza con ellas, en ellas! ¡Ojalá recuperara la Iglesia la fe en su fe, y se pareciera a Jesús! ¡Ojalá percibiéramos en cada una de sus palabras, y también en su rostro y su tono, una huella amable del Misterio de Dios que no es sino eso: la simpatía universal que todo lo transforma, sana, salva.

jueves, 13 de diciembre de 2012

¿Qué podemos hacer?


(Reflexión a Lc. 3, 10-18)
La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?
El Bautista tiene las ideas muy claras. No les propone añadir a su vida nuevas prácticas religiosas. No les pide que se queden en el desierto haciendo penitencia. No les habla de nuevos preceptos. Al Mesías hay que acogerlo mirando atentamente a los necesitados.
No se pierde en teorías sublimes ni en motivaciones profundas. De manera directa, en el más puro estilo profético, lo resume todo en una fórmula genial: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo". Y nosotros, ¿qué podemos hacer para acoger a Cristo en medio de esta sociedad en crisis?
Antes que nada, esforzarnos mucho más en conocer lo que está pasando: la falta de información es la primera causa de nuestra pasividad. Por otra parte, no tolerar la mentira o el encubrimiento de la verdad. Tenemos que conocer, en toda su crudeza, el sufrimiento que se está generando de manera injusta entre nosotros.
No basta vivir a golpes de generosidad. Podemos dar pasos hacia una vida más sobria. Atrevernos a hacer la experiencia de "empobrecernos" poco a poco, recortando nuestro actual nivel de bienestar, para compartir con los más necesitados tantas cosas que tenemos y no necesitamos para vivir.
Podemos estar especialmente atentos a quienes han caído en situaciones graves de exclusión social: desahuciados, privados de la debida atención sanitaria, sin ingresos ni recurso social alguno... Hemos de salir instintivamente en defensa de los que se están hundiendo en la impotencia y la falta de motivación para enfrentarse a su futuro.
Desde las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie, aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas...
La crisis va a ser larga. En los próximos años se nos va a ofrecer la oportunidad de humanizar nuestro consumismo alocado, hacernos más sensibles al sufrimiento de las víctimas, crecer en solidaridad práctica, contribuir a denunciar la falta de compasión en la gestión de la crisis... Será nuestra manera de acoger con más verdad a Cristo en nuestras vidas.
José Antonio Pagola

domingo, 9 de diciembre de 2012

Más toques de fe que de historia


Juan G. Bedoya
EL PAIS
“Cualquiera es libre de contradecirme”. Esta advertencia de Benedicto XVI figura en el prólogo del segundo tomo de su jaleada biografía sobre Jesús. Conviene no olvidarla para entender el tercero y último, que acaba de publicarse con el título La infancia de Jesús. El cardenal Antonio María Rouco lo presenta mañana en la Biblioteca Nacional. “No he intentado escribir una cristología”, confiesa el Papa, como justificándose. Efectivamente, el libro no es una biografía al uso, ni de lejos, sino una exhibición de elaboraciones teológicas, “una cristología desde arriba”, por citar el precedente famoso de El Señor, de Romano Guardini, tan admirado por el Papa.
El lanzamiento del libro ha contado con una polémica en torno a la presencia, o no, de un buey y un asno en el establo donde nació el fundador cristiano. También se ha discutido la insistencia del Papa en que todo empezó en un pesebre de Belén, adonde el matrimonio José y María habría acudido para cumplir con un censo decretado por Roma. Historiadores antiguos y modernos desmienten esa tesis con toda certeza. En realidad, al Papa le importa poco el debate sobre los hechos. Partiendo de su idea de que se saben pocas cosas sobre Jesús, a Benedicto XVI le motiva más el que los hechos coincidan con profecías de la Biblia. Si no coinciden, peor para los hechos.
Benedicto XVI conoce el terreno que pisa. Por ejemplo, descarta a Nazaret como el lugar del pesebre porque le venía mal a profecías que va a manejar. Si Jesús hubiera nacido en Nazaret, una pequeña ciudad de Galilea antes de él sin ninguna celebridad, ¿cómo casar el que descendiese de la casa de David? También se derrumbaría con estrépito la larga genealogía de José, el padre legal de Jesús, que remonta hasta Adán pasando por David y Salomón. El fundador del cristianismo, qué menos que emparentarse con reyes y compararse con el emperador Augusto. Los Evangelios —del griego, buena noticia— son relatos para endiosar a un fundador, como habían hecho antes —y hacen después— los escribas de otras tradiciones.
El Papa intenta mantenerse "al margen de las controversias"
Ha pensado Ratzinger en esa circunstancia cuando escribe (página 11) que “Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna”. Recuerda, por eso, la respuesta que un futuro discípulo de Jesús, Felipe, ha dado a su compañero Natanael cuando este le comunica que “aquel de quien escribieron los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”. La respuesta de Felipe es conocida, y al Papa le gusta subrayarla: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”.
<p >Como si hubieran leído esta frase del libro, dos tuiteros reflexionaban graciosamente estos días, en medio del belén que se ha armado con las dudas sobre si había, o no, bueyes y burros en el dichoso establo. “¿Para qué nacer en Lepe, pudiendo ser de Bilbao?”, decía uno. Contestaba otro: “Seamos universales: ¿para qué ser de Idaho pudiendo nacer en California?”. Un tercero pregunta: “¿Y dónde aparcó su mula José? ¿O es que la virgen María, a punto de parir, tuvo que viajar a patita de Nazaret a Belén?”.
Benedicto XVI, de civil Joseph Ratzinger, de 85 años, empezó a escribir esta obra antes de encumbrarse en el pontificado romano, en 2005. Eso quiere decir que el primer tomo, y probablemente el segundo, son obra del teólogo Ratzinger, a la sazón gran inquisidor romano. Fueron obras sólidas, de peso, incluso físicamente (447 páginas el primer tomo; 396, el segundo). El que ahora se presenta (apenas 137 páginas, editadas por Planeta), lo ha escrito como Papa, en medio de las imponentes parafernalias del cargo. El autor parece reconocerlo en el prólogo: “Espero que, a pesar de sus límites, este pequeño libro pueda ayudar a muchas personas en su camino hacia Jesús y con él”. Lo firma el 15 de agosto pasado, festividad de la Asunción de María al cielo, en su palacio de veraneo, Castel Gandolfo, a orillas del lago Albano.
La advertencia no ha espantado la polémica. Poner en duda la presencia de un burro en la cuadra donde nació el fundador de su religión hubiera sido apenas noticia si saliese de la pluma de un teólogo, por famoso que fuese. Dicho por el Papa ha suscitado mil controversias. Por eso la noticia ha armado el belén. En España existe esta expresión —¡Y se armó el belén!— para definir una escandalera de este tipo, que ha desatado en las redes sociales execraciones o bromas sin cuento.
¿Qué ha escrito, realmente, Benedicto XVI? Parece obligado empezar por la noche en que la Virgen dio a luz y “envolvió al niño en pañales” sobre un pesebre. “Podemos imaginar sin sensiblería con cuánto amor preparaba el nacimiento”, escribe. Apenas dos párrafos después aborda la escena completa. ¿Quién más había en el establo? Este es el texto: “Como se ha dicho, el pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio de Lucas no se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1, 3: ‘El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende”.
Sitúa el nacimiento de Jesús en Belén, y no en Nazaret, por una profecía
San Francisco de Asís toma esa profecía para construir en la Navidad de 1223, por primera vez en la historia de la cristiandad, una casita de paja a modo de portal y explicar a sus fieles el misterio del nacimiento de un Jesús pobre entre los pobres. Ahí empezó la tradición del belén, no antes. La imponente autoridad moral del franciscano, patrono de los animales y que da nombre a la gran ciudad de California, extendió pronto el mito por Europa y América. El Vaticano está construyendo el suyo estos días, impresionante, como cada año en la plaza de San Pedro. Por cierto, el Evangelio lucano no habla de animales en el establo, pero tampoco dice nada de la (se supone que indiscutible) presencia de José, el padre legal del recién nacido.
Más metáforas. Dedica el Papa cuatro páginas a subrayar cómo Jesús, “el realmente Poderoso” (la mayúscula es suya) nace “en un pesebre, en un ambiente poco acogedor, incluso indigno”, pero, inmediatamente, hace una pirueta que deja al lector descolocado. “En realidad, el pesebre es una especie de altar y se convierte en una referencia a la mesa de Dios”. Naciendo entre pastores (si aquello era un establo, “habría pastores y animales”, remacha), podrá remontarse a David, pastor de ovejas antes que rey, y a la profecía de Miqueas, según la cual de un pesebre de Belén “había de salir el que un día apacentaría al pueblo de Israel”. Resumen papal: “Jesús es el Gran Pastor de los hombres”.
Después de esa que el Papa llama “pequeña divagación”, el libro vuelve al texto del Evangelio de Lucas, donde se lee: “María dio a luz a su hijo primogénito”, y entra en el debate sobre si la Virgen fue madre de otros hijos (y también hijas), y si san Pablo entró al trapo cuando llama a Jesús “el primogénito de muchos hermanos”. Conclusión del teólogo Ratzinger, esforzado a demostrar la virginidad de la madre: “El primogénito no es necesariamente el primero de una descendencia sucesiva. La palabra “primogénito” no se refiere a una numeración sucesiva, sino que indica una cualidad teológica”. Conclusión: “En el humilde pesebre está ya este esplendor cósmico: ha venido entre nosotros el verdadero Primogénito del Universo”. Vaya por Dios.
Hay cientos de miles de libros sobre Cristo y 10.000 biografías serias
Sobre Jesús hay cientos de miles de libros y en torno a 10.000 biografías consideradas serias. Es lógico si se tiene en cuenta que su nacimiento, pese a tener fecha dudosa, parte en dos la historia de una porción del mundo desde que el monje Dionisio el Exiguo propuso en el siglo VI —y el Papa impuso— reemplazar la cronología romana, que contaba los días a partir de la fundación de Roma, por una cronología cristiana. Desde entonces, se cuentan los años por un antes y después de Cristo. Ratzinger entra en el asunto para anotar lo que está sobradamente constatado: la insólita circunstancia de que Jesús nació antes de la era cristiana. “Evidentemente”, escribe, “Dionysius Exiguus se equivocó algunos años en sus cálculos”.
En este punto, hace afirmaciones que los historiadores niegan. Dice, por ejemplo, que Jesús “nació en Belén” porque sus padres habían viajado hasta allí para cumplir “con un censo ordenado por los romanos”. Frente a la tesis de que para ese censo, de haber existido, no habría sido necesario un viaje de cada cual a su ciudad, el Papa replica, apelando a “diversas fuentes”, que los interesados “debían presentarse allí donde poseyeran tierras”. Según el Papa, José, de la casa de David, disponía de una propiedad en la comarca de Belén. El terrateniente, no hace falta decirlo, es carpintero en Nazaret y marido de María, virgen y la madre de Jesús.
No es verdad que hubiera revisión catastral alguna en ese tiempo. El Papa parece aceptarlo cuando empieza el párrafo siguiente afirmando que “siempre se podrá discutir sobre muchos detalles porque sigue siendo difícil escudriñar en la vida cotidiana de un organismo tan complejo y lejos de nosotros como el del Imperio romano”.
La afirmación es temeraria. La Roma de Augusto ha sido estudiada con detalle por los mejores historiadores romanos, relativamente contemporáneos de Jesús, como Tácito (año 50 a 120), Suetonio (hacia el 120) y Plinio el Joven (61-120), y en la modernidad por todo tipo de especialistas, entre otros el gran Ernest Renan y ahora Jesús Pagola, que vivieron en Israel antes de ponerse a escribir. Está demostrado que no hubo censo ni catastro alguno en aquel tiempo, y que cuando el fundador cristiano nació, el rey Herodes llevaba muerto más o menos dos años, lo que derrota el bulo cristiano de que el monarca judío, cuando se enteró por los Reyes Magos del nacimiento de Cristo, “mandó matar a todos los niños de Belén y su comarca de dos años para abajo”.
¿Por qué el Papa se aferra a la idea de que el conocido como Jesús el nazareno nació en Belén? Lo explica como teólogo, es decir, trazando “un cuadro teológico” (sic). Un supuesto (pero irreal) decreto de Augusto para registrar fiscalmente a todos sus ciudadanos habría cumplido la profecía de Miqueas, según la cual “el Pastor de Israel habría de nacer en aquella ciudad”. Y había que dar cumplimiento a otra promesa: la de que “la historia del Imperio Romano y la historia de la salvación, iniciadas por Dios en Israel, se compenetran recíprocamente”. Así alcanza a emparejar la grandeza de Augusto y la grandeza de Jesús, “una conexión interplanetaria”, dice el Papa. Lo escribe en un espectacular palacio levantado en el corazón de aquel Imperio, hoy centro neurálgico del imperio cristiano, que lo sustituyó.
La mayoría de las biografías de Jesús han sido escritas por historiadores, pero abundan las firmadas por teólogos (en griego, personas que dicen “palabras sobre Dios”), o estudiosos de los incontables textos conocidos como Evangelios. Son decenas, pero la Iglesia romana, cuando se asentó en el poder imperial y pudo podar a placer lo que no convenía a sus intereses, incluso con violencia, los redujo a cuatro verdaderos. Como la gente seguía interpretando, llegó el tiempo en que la autoridad eclesiástica prohibió leer la Biblia, salvo la podada por Roma. Así siguen sus fieles, ahora por mala costumbre.
Benedicto XVI, que antes de ser papa ejerció de inquisidor, advierte ahora, generoso, que su vida de Jesús “no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de búsqueda personal del rostro del Señor”. Se le puede contradecir, asume. “No he intentado escribir una cristología”. El teólogo anuncia una vida de Jesús, pero la escribe más desde la fe que desde la razón. Lo llama “toques de fe”. Todo ello pese a escribir también que “no se pueden atribuir a Dios cosas absurdas o insensatas o en contraste con su creación”.

Vivir en la verdad de quienes somos


Comentario a Lc 3, 1-6
Por Enrique Martínez Lozano
De una manera solemne, al estilo de los historiadores de la época, Lucas abre el relato de la actividad pública de Jesús, con la presencia de Juan el Bautista como “precursor”, el que –utilizando palabras de Isaías- “prepara el camino”.
Preparar el camino, allanar los senderos, elevar los valles, descender las colinas, enderezar lo torcido, igualar lo escabroso… Todas estas imágenes poéticas quizás puedan condensarse en una sola expresión: Sed veraces.
Todos esos vericuetos retorcidos y escabrosos son obra del ego, con sus apegos y sus miedos. A través de ellos, busca afianzarse o protegerse, aunque no consigue otra cosa que prolongar y agudizar el sufrimiento.
El espíritu endereza lo que el ego tuerce y desbarata”, ha escrito Halil Bárcena. Porque así como el ego tiende a moverse en la oscuridad y el engaño, el espíritu no conoce otra ley que la verdad. Y ese reconocimiento de la verdad –eso es la humildad- se convierte en luz, descanso y libertad.
Matthieu Ricard, el conocido biólogo y monje budista, en un libro sumamente interesante (En defensa de la felicidad, Urano, Barcelona 2005), nos recuerda que, como escribiera Nicolas Chamfort, “el placer puede apoyarse en la ilusión, pero la felicidad reposa sobre la verdad”. En la misma línea se expresaba Stendhal: “Creo que toda desdicha proviene del error y que toda dicha nos es proporcionada por la verdad”.
Únicamente la verdad allana el camino; solo a partir de ella es posible el crecimiento de la persona; nada más que en ella podemos dar pasos de unificación y de reconocimiento de nuestra verdadera identidad.
Cuando hablamos de “ser veraces” o de “vivir en la verdad”, nos estamos moviendo en dos niveles, no excluyentes ni enfrentados, si bien cada uno de ellos posee un significado peculiar.
En el primer nivel, significa, sencilla y llanamente, reconocer nuestra verdad completa, sin negar, ocultar o maquillar aquellos aspectos de nuestra persona, actitudes o comportamientos, que no nos agradan.
Somos verdaderos cuando aceptamos nuestras luces y nuestras sombras, sin desfigurar unas ni otras. La aceptación humilde de todo lo que vemos en nosotros constituye la puerta que hace posible adentrarnos progresivamente en espacios de mayor verdad.
Al hacer así, percibimos que no estamos llamados a ser “perfectos”, sino “completos”. La perfección, tal como la entiende nuestro ego, no se halla al alcance de los humanos. No solo eso: los mensajes perfeccionistas, que suelen estar grabados en nuestro inconsciente desde edades tempranas, nos convierten en personas rígidas, exigentes y orgullosas, tal como han sido representadas –en los escritos evangélicos- en el arquetipo del “fariseo”.
Presume de ser cumplidor, observante y perfecto –como el hermano mayor del parábola del “hijo pródigo”-, pero interiormente está endurecido, y dirige su resentimiento en forma de reproche hacia el padre y de desprecio hacia los otros.
El “ideal de perfección” va asociado a sentimientos –más o menos ocultos- de culpabilidad. En realidad, se trata de las dos caras de la misma moneda: incluso si la persona no lo advierte, perfeccionismo y culpabilidad van de la mano.
Así se explica que el perfeccionismo –nunca exento de orgullo neurótico- nos impida reconocer nuestros fallos, errores y defectos, y nos haga redoblar los esfuerzos para sostener –aun a costa de una tensión exagerada- la imagen idealizada que el propio perfeccionismo nos exige.
Quizás tengamos que empezar por abandonar el perfeccionismo, negándonos a ser “perfectos”. Pues mientras no lo hagamos, nos resultará imposible caminar en la verdad.
Como decía más arriba, no estamos llamados a ser perfectos, sino “completos”. “Completitud” –“cualidad de completo”, la define el diccionario de la Real Academia- es sinónimo de unificación, y evoca la imagen del abrazo y de la totalidad. Y la verdad solo puede ser tal cuando no deja nada fuera, no niega, oculta, ni selecciona, sino que se abre a acoger absolutamente todo lo que aparece.
La persona veraz no se exige hacer todo bien; se sabe imperfecta, falible, condicionada y limitada. Cuenta con sus propios fallos y es capaz de reconocerlos y de vivirse reconciliada en medio de ellos.
Pero “vivir en la verdad” incluye un segundo nivel más profundo, que tiene que ver con el reconocimiento y la vivencia de nuestra verdadera identidad. No se niega ningún “vericueto” del ego, pero cesa la identificación con él. Continúa la inercia de los funcionamientos egoicos, pero es posible adoptar una distancia que libera de encerrarnos o encastillarnos en las exigencias del ego.
La persona veraz, por tanto, reconoce toda su verdad, con todos sus claroscuros, sin renegar de los límites de su condición humana. Pero, al mismo tiempo, se percibe como infinitamente más que esa “personalidad” psicológica en la que ahora aparece.
Si dejamos de ser veraces en el primer nivel, nos fracturamos neuróticamente, al negar una parte de nosotros. Si dejamos de serlo en el segundo, nos reducimos al ego, sumiéndonos en la ignorancia y el sufrimiento.
Ser veraces –vivir en la verdad de lo que ocurre y en la Verdad de lo que somos- es el único modo de “preparar el camino al Señor”. Y entonces –como dice el texto-, “todos verán la salvación de Dios”.
“Salvación” es sinónimo de plenitud: abrazando todos los elementos que nos constituyen, reconocemos nuestra identidad última como Plenitud compartida y no-dual. Porque la plenitud no es “algo” que debamos alcanzar o que nos llegue desde “fuera” y en el “futuro”. Plenitud es lo que ya somos… y siempre hemos sido.